La efímera intentona golpista en Bolivia de este miércoles expone la altura de las tensiones que parten al medio a ese país. Pero, al mismo tiempo, sobresale en este episodio con aromas rancios de un pasado de incesantes crisis institucionales y militarismo, la rapidez con que fue neutralizado.
Es un dato de madurez que hasta acercó en una misma condena al presidente Luis Arce y a su envenenado enemigo interno, Evo Morales. E incluso, desde la cárcel sumó el repudio del ex gobernador Fernando Camacho y la expresidente Jeanine Añez, que el jefe del motín, el general Juan José Zúñiga, pretendía liberar con su disparatada rebelión de estilo carapintada.
El desenlace es una buena noticia para una región aún con graves fragilidades. Sólo baste notar que en Brasil prominentes bolsonaristas celebraron el intento golpista, no su resultado.
Arce tiene ahora una oportunidad para consolidarse por el fuerte respaldo que recogió al plantarse frente a la intentona. Pero no es claro de qué modo escapará a la crisis social y económica que acorrala a su gobierno y alimenta Evo con su rivalidad. Zúñiga, quien fue destituido de la jefatura del Ejército horas antes de su fallido amotinamiento por anunciar que arrestaría al ex mandatario, es un resultado caótico de esa anarquía que Evo Morales ha buscado profundizar para abrir camino a cualquier costo al Palacio Quemado.
En las horas que se produjo la insurrección estaban programados nuevos cortes de rutas y más protestas de los conductores de camiones por la falta de combustible y de divisas. Todo en medio de un desorden generalizado del gobierno que llegó a anunciar la llegada de un auxilio de carburante por parte del aliado ruso, noticia desmentida por la propia empresa estatal de petróleos, YPFB.
La batalla total entre Arce y Evo se saldó con la división del partido oficialista MAS, creado por estos dos hombres cuando eran aliados. Ese conflicto tiene dos raíces. Una de ellas es el apetito irresponsable por regresar al poder del ex presidente, quien constitucionalmente no tiene ese derecho, según le hizo notar la Corte Suprema que lo inhabilitó debido a que ya estuvo en el cargo en tres ocasiones.
Pero Evo no acostumbra respetar esos límites y se lanzó a dinamitar el respaldo institucional y legislativo de Arce para crear una crisis que desfondara al gobierno e hiciera imprescindible su regreso al poder. Ese juego con fuego ha tenido esta consecuencia gravísima.
Un capítulo central del culebrón político es el parate de su economía. En los inicios del 2000 Bolivia crecía de modo robusto gracias a las exportaciones de gas natural. Morales, elegido en 2005, tuvo suerte porque los precios del fluido se duplicaron hasta alcanzar niveles récord. El país era un éxito, aumentó el ingreso individual, se mejoró la infraestructura, cayó la desocupación y el desempleo. Arce era el ministro de Economía.
El milagro comenzó a perder músculo hacia finales de la segunda década del siglo y nunca se recuperó. Es por eso que había resistencia en las propias bases del MAS a que Evo buscara un cuarto mandato consecutivo en las elecciones de octubre de 2019. Es así que, cuando manipuló el resultado de las elecciones para evitar un balottage imposible de ganar, estaban dadas las condiciones para un estallido popular que acabó despedazando a su gobierno.
Evo cayó pero no por un golpe como adujo. Por el contrario, renunció a la presidencia en noviembre de ese año acatando un pedido firmado por Juan Carlos Huarachi, líder de la legendaria Central Obrera Boliviana (COB).
El ex mandatario se marchó a México y allá creó la narrativa del golpe, que una justicia adicta tomó como cierta y produjo una andanda de procesos y ordenó, entre otros, los arrestos de Añez, la presidente interina que el Congreso nombró para ocupar el vacío de poder que dejó la salida de Evo, y de Camacho, gobernador de Santa Cruz, dos de sus enemigos internos.
Evo regresó a Bolivia con el aura de quien logra la libertad de sus tiranos y comenzó a buscar nuevamente el camino a la presidencia, negando el derecho de la justicia a impedir ese avance. El efímero amotinamiento de Zúñiga debería ser un alerta, no por lo que puedan hacer los militares, sino por el apasionado suicidio de su clase política.