¿Cómo habitar el arte? Quizá esa fue la inquietud que motivó a los Maman, es decir a Daniel y su esposa, Patricia Pacino, justo a partir de las últimas jornadas de la Semana del Diseño, para esta muestra que seguirá hasta diciembre. Tal vez secretamente también se propusieron hacer una pedagogía ejemplar y suntuosa.
La propuesta fue convocar a interioristas y arquitectas de primera línea para que eligieran a un artista del fondo de Maman Fine Arts. Una vez elegidas las obras, se sortearon los espacios para que nadie corriera con ventaja. Luego ellas dotarían cada espacio de un ambiente, propio pese a la cercanía visual con las demás, a la manera de stands autónomos: un entorno, provisto de mobiliario y ambientación, para cada obra, un encuadre mayor que aquel que los enmarca. El resultado es «Un toque maestro», en el que participan 13 interioristas, con la curaduría de Patricia Pacino y el arquitecto y coleccionista Javier Iturrioz.
Dice la galerista: «Desde hace años el Louvre pide una vez al mes a interioristas relevantes que recreen un entorno ideal para una obra elegida. Me pareció una idea excelente.» Piensan replicarla en su warehouse (o depósito de arte) en el barrio de Allapattah en Miami. Aquí abre este viernes al público.
El colofón es como visitar una casa de muchos ambientes y gusto muy contrastante. O una «bienalita», no exenta de caprichos. El visitante pasará de un entorno a otro; por ejemplo, una obra histórica de Luis Benedit (un osario vacuno en cruz, de 2003) es escoltada por osamentas equinas blanqueadas que, con gesto teatral, sumó la arquitecta Guadalupe Diez. Las obras de Libero Baddi –de su período de «arte siniestro”– inspiraron a la arquitecta Isabelle Firmin Didot a sublimar en tela algunos detalles de sus esculturas para toda una familia de almohadones; la serie de esculturas de Badii sobre el Kamasutra encontraron su hábitat de sexo perpetuo en una vitrina colgante.
De Rómulo Macció hay tres obras, una es un díptico y la obra, su majestuosa «Los inmigrantes», una de las dos que pintó sobre el tema del viaje transatlántico. Esta última fue ambientada por Paula de Elía con criterio minimalista, mediante una alfombra a sus pies, donde se podía alucinar la espuma del océano.
Cada interiorista, como cada obra, despliega sus lenguajes. Así, cierto barroco penumbroso llena el espacio de Raúl Farco y sus tomos de mármol sobre la obra de Jorge L. Borges, ambientados por Danu Galito. En contraste, algunos espacios son etéreos, muy convivenciales, como el que armó la arquitecta Laura Brucco alrededor de la escultura lineal de Ennio Iommi y la serie de diez dibujos del surrealista Miguel Caride, hechos con un solo trazo continuo.
Dos espacios se destacan con gran contraste. El primero está a la entrada y seduce desde la vidriera: obras importantes de Iommi y del cinético venezolano Carlos Cruz-Diez, junto a la escultora sanjuanina Alicia Penalba (dos de sus grandes vértebras pintadas en azul Klein). Las obras se multiplican en un juego de espejos en ángulo y unos pocos muebles de mármol apenas rosado, la escenografía que creó Ximena Fontán.
El segundo favorito es la audaz interpretación pop de la arquitecta Viviana Melamed, quien rodeó un óleo histórico de Deira y una piecita óptica temprana de Cruz-Diez con muros entelados muy pálidos y una alfombra en círculos que engaman las obras. El resultado es un recibidor de belleza integral, que quita a esas obras su destino de museo –la mayoría de las piezas han paseado por ellos numerosas veces–. Parafraseando una recordada expo del Malba sobre diseño, estas obras van del Olimpo a casa, al menos como aspiración.
La mejor despedida es el salón del primer piso: una gran caja negra contiene la serie completa de la fotoperformance de Alberto Greco en el pueblito español de Piedralaves. Las interioristas Agustina Aguilar, coleccionista a su vez de Greco, y Agustina Vargas han completado esta oscuridad litúrgica con un mapping sobre la obra del artista.