Nacer, morir y reinventarse en la imaginación extenuada. Esas palabras leídas en la coda de El Metropole (Tusquets), el primer libro de cuentos de Paula Pérez Alonso, bien pueden sintetizar los personajes, circunstancias y pequeñas tramas que pueblan las trece narraciones entre movimientos internos, refundaciones y metamorfosis, una exquisita brevedad de soledades y fugas en frases como “Yo es otro. Como una forma de deslizamiento, se deshabitaban, se despojaban de la piel conocida, la entregaban por un rato no importaba a quién”.
Ganadora del Premio Sara Gallardo con su novela Kaidú (2021), Pérez Alonso estudió periodismo y letras en Buenos Aires y Londres, ha publicado otros textos como El agua en el agua (2001) y El gran plan (2016), y es una reconocida editora de Planeta Argentina.
“El cuento me resulta una forma muy interesante en este tiempo. La novela es siglo XIX, se necesita tiempo para meterse, para quedarse ahí, para no desconcentrarse”, dice sobre un género que en los últimos tiempos ha crecido con narradores como Alejandra Kamiya, Diego Muzzio, Federico Falco y Agustina Bazterrica, entre otros. El diálogo con Clarín Cultura sigue así.
–En tu libro hay diversidad de situaciones, desde un hotel con gente que escapa de las grandes ciudades a vecinos insoportables, de la vida bajo tierra al enigma de alguien conocido en la adolescencia. Todo en micro dosis, leídos como entradas y salidas con la potencia de lo fugaz, lo transitorio.
–Respecto a lo que decía anteriormente sobre el cuento, pienso que los modos de leer cambian. Los que me comentaron con alegría el hecho de que fueran ficciones breves son jóvenes entre los 25 y 35 años que, como todos hoy, viven interrumpidos o interferidos por muchas cosas en simultáneo. Por otro lado, también tengo amigos que prefieren las novelas porque les gusta vivir un tiempo más largo en ese mundo que ofrece un recorrido más largo. El fin de la novela se anuncia hace décadas pero resiste, me parece genial que convivan las formas breves y los registros varios. Hay buenas lectoras que conectan con la novela del siglo XIX, la aspiración a la novela total; otras con el siglo XX. A mí me gusta mucho la nouvelle. Y ahora encuentro en el cuento una forma de expresión que me da una libertad nueva. Con esto no quiero decir que sea más fácil escribir un buen cuento, justamente esa forma más corta te exige más condensación y no te da margen. Una novela te puede cautivar por los personajes, por el tono, por lo que promete, por alguna línea argumental, la podés dejar y retomar a los dos días, te podés distraer o saltearte alguna página y seguirla. La restricción del cuento te exige un pulso muy preciso. Un buen cuento se tiene que leer de una sentada. Se juega todo ahí, no tiene otra chance. Creo que sería buenísimo que el cuento vuelva a ser considerado tan importante como una novela dentro del mercado editorial. Si pensamos en dos casos resonantes de los últimos años como el de Mariana Enríquez y Las cosas que perdimos en el fuego, que son cuentos, y que la convirtió en la escritora argentina que más vende y que tiene más traducciones y en María Gainza con El nervio óptico –un texto que no es una novela clásica, más bien diría que es un libro narrado en episodios fragmentarios escritos con un talento y una gracia enormes–, creo que los géneros no importan, lo que sí importa es si un libro es bueno, descollante o mediocre.
–Los personajes de El Metropole están en esa tensión entre el adentro y el afuera, lo íntimo y lo social. Y siempre existe un movimiento que impulsa situaciones imprevistas, impensadas. ¿Por qué te interesaron abordar esos planos, esos cambios repentinos que “abren una hendidura en lo aparente”, como dijo Luciana de Mello?
–Los cuentos de El Metropole conforman un mundo donde habitan muchos mundos. Esa propuesta me resulta atractiva. El hotel de la tapa con varias puertas que habilitan varias posibilidades y cruces; a veces los cruces son fugaces, otras son más perturbadores y otras producen una transformación profunda y ya no se puede volver a lo Antiguo. Las fronteras siempre son porosas. Ese contacto con el afuera nos conforma, conforma un yo, y produce una experiencia interior que se pone en movimiento y no sabemos adónde termina. Los planos parten de no dar nada por sentado, nada es “natural”, hay una curiosidad, un asombro como pregunta, entonces lo sensitivo atento es la mediación con el mundo, oír con los ojos y ver con los oídos, lo que estaba ahí aparentemente dado de manera pasiva puede desacomodarse y mostrar algo nuevo. Lo enigmático como interpelación que no busca solución ni conclusión.
–La metáfora del hotel encaja en las derivas de los personajes, en circunstancias “de paso”. Entre tantas frases, subrayo: “Se olvida de sí mismo: ¡qué alivio! Nada peor que la asfixia de la identidad y una vida coherente”.
–Hay en varios cuentos el punto de vista de la diferencia, del desvío, y la posibilidad de pasar al otro lado, de ampliar el mundo, de hacer visible otro modo de estar. Siempre me interesa que emerja lo otro, en esa relación dinámica y dialéctica, algo aparece, se hace ver; es avanzar en tinieblas, como cuando una escribe, se avanza en el desconocimiento, y de pronto algo toma una forma y nos va guiando, motoriza la narración y seguimos. Es algo tenue, por eso me interesa que lo veas como algo “frágil” o “de paso”. Es un devenir constante, no hay esencialidad, las cosas no son, devienen. Son textos de un equilibrio inestable, como lo son todos los equilibrios. Cuando leyó El Metropole, Juan Becerra, que es un gran lector además de un escritor genial, me dijo que para él las coordenadas que atraviesan los cuentos son el tiempo y la identidad; y que cada cuento tiene a su personaje hundido en el cuento, que le resultaron muy profundos, como efecto de la personalidad del protagonista. Lo paradójico radica en que la identidad está problematizada como si se tratara de un efecto de la cultura, no hay identidad, solo se puede aspirar a la parodia de la identidad que es la identificación. Me gustó mucho lo que dijo, además dio con una clave.
–Dijiste en una entrevista que con el tiempo uno aprende a leerse, a editarse. ¿Cómo fue el proceso creativo, de qué modo ordenaste los cuentos, qué elementos nuevos se revelaron en tu escritura?
–Son 13 cuentos y uno, “Dardanelos”, que funciona como coda. Fue muy importante el trabajo del orden, la secuencia que arman, para encontrar la modulación de todo el texto, la relación de cercanía entre ellos. Al verlo publicado noto que son bastante salvajes, hay un rasgo de desborde o de descentramiento que aparece en los cuentos con mayor libertad que en mis novelas. La tensión se da en el lenguaje. Pienso en Kafka y cómo en sus cuentos –que me resultan totalmente geniales– la ligereza de la que hablaba Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio y el humor muestran a otro Kafka.
–Has ganado un premio muy importante por tu novela, Kaidú. ¿Qué le pasa a un escritor cuando recibe un premio grande? ¿Cómo lo viviste?
–Fue una alegría enorme. Nunca me había presentado a un premio y no creí que lo fuera a ganar. Me instó la editora Paola Lucantis (¡los editores son importantes!) y como se trataba del Premio Nacional Sara Gallardo me presenté. Gallardo es una de mis escritoras favoritas de todos los tiempos. Siempre me impresionó. Es verdadera, genuina, autónoma, no busca temas fáciles, lo que la interpelaba a ella nos sigue interpelando a través del tiempo, no queda restringida a una época, es literatura pura, letra viva, sin edad. Le interesa escribir bien, no aburrir, pero siempre registré su gesto de no hacer de su oficio una “carrera literaria». Escribe con una libertad grande, en el sentido de hacer lo que le gusta y como le gusta contra viento y marea, fuera de toda “agenda”. Que ella fuera la figura tutelar fue un motivo importante para presentarme al Premio. Pienso ahora que, en relación a estos cuentos de El Metropole, en Kaidú la relación entre la naturaleza y la cultura también está puesta en cuestión, hay un extrañamiento que desacomoda, inquieta, la naturaleza no está dada por sentada. Lo más próximo –un perro– puede ser lo que más nos interroga. Creo que los premios son muy importantes porque dan a conocer voces que muestran la diversidad de lo que se está escribiendo, en general voces nuevas. Dan alegría las convocatorias a premios.
–A la par de la escritora, está tu trayectoria como editora. ¿Cómo ves, en líneas generales, la situación actual hoy del libro?
–Hay una producción enorme, muchas veces decimos “¡Hay más escritores que lectores!”. Esto lo dijo Boris Groys cuando vino hace unos años, y se refirió a todas las áreas de las artes. Aunque las condiciones en general son muy malas, y por eso digo que los premios son importantes, con las becas y residencias ayudan a que tal vez se pueda escribir mejor. En los 90, cuando yo empecé a trabajar como editora, no recibíamos tantos originales ni había tantos escritores publicados como ahora. Ahora el área de ficción recibe uno o dos originales por día… Parece que esto es mundial, el otro día vi una película que muestra muy bien el mundo editorial francés donde se comentaba exactamente lo mismo. Las editoriales más chicas que surgieron en la crisis del 2001, y que son muchas, por suerte logran poner en circulación mucha de esta producción.
El Metropole, Paula Pérez Alonso (Tusquets).